jueves, 31 de julio de 2008

LOS SUEÑOS DEL REY

Tomado del libro: VIAJES, de Rafael Marcelo Arteaga, Ramaar editores, Quito - 2005.

Katmandú en la noche, 2007.

Cuentan enKatmandú que en una región perdida al oeste del Himalaya, su reydespertó una noche con gritos y sollozos, que obligó a la gente delpalacio a levantarse de prisa. Temido como era, e irritable a causade las últimas sublevaciones de su pueblo, nadie quiso estar fuerade su mirada en esos momentos, que llegó a armarse tremendorevoltijo al amanecer. El edecán asomó con los perros, el cocinerofue a sus ollas, el fregador se puso a limpiar de nuevo el piso,mientras las concubinas fueron a ducharse -por si eran requeridas aesa hora.

Los ministros y asesores, aun medio dormidos,llegaron a prisa a la habitación para averiguar lo queocurría.

-¡Soñé que era el rey de estas regiones!-, gritóel monarca, lloriqueando como un niño bajo las sábanas. Losconsejeros juzgaron que se trataba de un mal sueño y con prudenciase inclinaron a él para decirle al oído, intentandoanimarle:

-¡Pero si su majestad es el soberano de estasregiones!

Escuchar estas palabras fue peor. Sus gritosvolvieron a resonar en las paredes del palacio; luego se incorporó,fue hasta la ventana –y tras él sus tímidos consejeros. Desdeallí observó la ciudad en tinieblas, el pueblo que él habíaedificado, espejo de su transcurso en la tierra, y hoy, lleno dehombres, con antorchas en mano, acercándose por los callejones yprofiriendo insultos en su contra.

Volvió el rostro a susacompañantes y fue sólo para confirmar cuán denigrante es en elser humano el servilismo de quien se arrima, crece y se vuelve fuertebajo la sombra del poder, del que cierra sus ojos y vende su alma acambio del deleite fugaz de ser ministro, embajador o simplecomisario de aldea. Extasiados con el resplandor que les brinda suautoridad, son igual a ciertos reptiles que se arrastran en el suelo,pero avanzan muy lejos. Se agitan y tiran los hilos en ese juego demarionetas por conseguir un nombre, un espacio al que no llegaron consus toscas figuras fuera del escenario; hasta que un día el dueñodel tablado corta las cuerdas y deja caer sus muñecos, inútilespara la siguiente comedia.

El rey los miraba con repugnanciay no permitió que se le acerquen; eran las flores del jardín que élcultivó con empeño durante sus años de gobierno; eran el reflejode su imagen con el pueblo, sólo que más opacas, sin formasdefinidas, maleables, -justo para adaptarse al color y textura delpróximo espejo. Las consignas y gritos afuera se multiplicaban, perono hizo caso. En medio del palacio, él recorrió con sus ojos cuantoallí significaba su autoridad: el bastón de mando conincrustaciones de piedras preciosas, la banda real sobre los trajesde ceremonia, los sellos para reforzar sus mandatos, los escribanos-que siempre redactaban sus mensajes a la nación, las copas de finocristal junto a los cubiertos de plata, los documentos firmados, losperros (¡que mordían las piernas de sus asesores y ministros!).

Afuera deledificio, los gritos de consignas, las amenazas volvieron másfrecuentes los disparos de la guardia. Se escuchó forcejeos, golpesentre grupos de fuerza; luego surgió un silencio y tras él, loslamentos de los heridos en el suelo. La noche había cedido a laclaridad de la mañana. El rey vio al fin la plenitud de la ciudad yfue sólo para comprobar que sus sueños de gran emperador terminabanahí, en un frío y rocoso país perdido en la inmensidad de losmontes Himalaya. 

DrukYul, en el centro de Bután.2005

Sinuna red de trenes llenos de gente y de mercancías, llegando yvolviendo a partir a otras ciudades del continente, sin empresas deaviación de bandera nacional, sin amplias carreteras para movilizarla producción interna; sin teléfono, o alcantarillado en las casasde sus súbditos, sino con pastores que iban cada estación aalimentar sus rebaños en las montañas, con hordas de vendedoresambulantes y desempleados en las calles, con niños y jovencitasvendiendo sus cuerpos en las grandes ciudades, con un tercio de supoblación joven en otras naciones, donde –por su origen- recibenun trato igual al de los ilotas en la antigua Esparta. Con oscurosasesores graduados afuera, que se burlaban a sus espaldas y esperabanel momento de destronarlo. Con timoratos escritores dedicados -no aescribir una línea, una hoja más del gran libro de literatura (queinicia con una actitud responsable ante a la vida), sino a lamer loshuesos llenos de grasa que el poder arroja bajo la mesa; con artistasescurridizos embarcados en un viaje interior ¡y que el resto sehunda con el Titanic! En fin, un reino miserable que él edificó ala medida de sus sueños.

Pero lasflores de palacio solo sirven para adornar espacios interiores, nosoportan el sol del mediodía, los fríos del amanecer en lasmontañas, ni largas temporadas de sequía como las floressilvestres, las flores que nacen en los suelos más áridos, junto alestiércol, al borde de las carreteras, donde crecen y se reproducencon furia ante a la fugacidad de la vida. Esas flores pedían aquellamañana la cabeza de su gobernante.

El ruido delas armas cesó y en su lugar los gritos de la muchedumbre inundaronla plaza, cerca del edificio. Los militares habían cedido posicionesy se ocupaban ahora de defenderse ante la furia de la juventud que,armada con piedras y palos, buscaba venganza por sus hermanos caídosafuera. Cuando las gruesas puertas del palacio cedieron y el rey vioa los jóvenes enfurecidos ingresar en él, sus hombres de seguridadlo rodearon, y tal si fuera a comenzar un juego de niños, lecubrieron el rostro con una manta y lo sacaron a prisa del lugar.

Él norecuerda lo que ocurrió después ni cuánto tiempo estuvo así,hasta que la voz de su madre lo despertó. Averiguó de inmediato endónde estaba, pero no hubo respuesta. ¿Qué sentido tendríanentonces las palabras? Su madre lo entendió así y por ello, siguióa su lado, en silencio. Los asientos y el ruido del motor leindicaron que estaban en un avión y alguien le dijo más tarde quela ruta era Delhi, donde el gobierno de la India le había concedidoasilo político.

Él, quequiso fundar una dinastía de mil años en el poder, fugaba ahora consu familia y sus hombres cercanos del país, para no enfrentar a lajusticia del nuevo gobierno. Sin decir nada, se acercó a loscristales y, como ese amor que no volverá más a nuestros brazos,fijaba sus ojos en cada detalle de la tierra allá abajo: los ríosbajando infatigables hasta el mar, y en él los hombres con sus navessurcando las corrientes; los cafetales y el aroma feroz de sus granosen los hornos, los campesinos sumergidos en el fango de losarrozales, las casas, que no son tales sin sus habitantes: la naciónque le dio la oportunidad de cambiar su historia, de engrandecer loslibros con su nombre y que ese día, como un amor joven, lo separabacon violencia de su vida. Allí terminaron sus sueños de rey. Sueñosque nunca fueron los de su pueblo.


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