martes, 26 de octubre de 2010

ENCUENTROS



De Rafael Marcelo Arteaga
Tomado del libro ENCUENTROS, Galia Editora-Mexico City, Primera Edición 2009

Me quito los zapatos y beso la tierra
para reconciliarme con mi sombra
bajo el sol de esta mañana.
Soy extranjero
y no hace falta decir mi nombre;
mido mi lengua al hablar,
descifro tus frases en mi corazón
para acercarme a ti
y conseguir la armonía del viaje.

Aquello que destruí y amé,
que oculté bajo la lengua y no pude
aceptarlo con el transcurso de los años,
me ha traído aquí.
Nada vislumbra más que el pasado.
Una máscara ceremonial, temible ayer
y hoy en los museos del mundo,
un dios bajo la lluvia, como a un leproso,
-desprendiéndosele en jirones sus carnes,
páginas manoseadas durante siglos
en las bibliotecas de un pueblo estéril,
días de cólera y silencio multiplicándose
hoy –igual que moscas en el estiércol.


Pero la boca de un muerto no habla de esperanza.
¿Qué necesidad tienes -entonces- de indagar
por ellos con el estómago vacío?
¿Por qué lamentarse de tu condición
ante esos rostros de madera, si la lluvia
de mañana tampoco recordará tu nombre?
¿Fueron ellos dichosos al creer
que con el sueño se acercaban a mejor mundo?
¿Este mundo? Y tú, ¿sabes quién eres
a ciencia cierta o sólo crees que lo sabes
cuando bajas las cortinas y hablas contigo
en las cuatro paredes de la habitación
-que es el límite de tu existencia?


Gimes ante la duda, mas ello no es otra cosa
que vanidad: el caos de tus palabras
volverá siempre contigo.
Mira tu sombra en los ramales del agua
y deja caer tu voz: allí no hay repetición
de días para reconciliarse con el pasado,
ni siquiera "el volver a hacerlo bien";
el tiempo hace posible la aparición de la vida
pero no tiene influencia en el ritmo de ella;
así, la rosa, es el vestigio de su florecer
el río, lleno de sucesos, nace cada instante,
y no es que estamos perdidos,
sino que en un momento determinado
hemos perdido algo.


Mi rostro no es más joven
que cualquier estrella en el universo,
no busco la luz, no el fin,
sino el misterio de las cosas
y esto lo puedo gritar aquí
porque mi nombre no tiene importancia;
si el agua del río no se detiene
a mis pies, ¿por qué ha de inquietarme
lo que ignoro más allá de mi tiempo?
¿Por qué afligirse con el moribundo
que espera tras las puertas de madera
la luz de un nuevo día?
La tierra es una casa que se abandona pronto,
morir es desnudarse ante el mar,
¿no lo has sentido alguna vez
en las noches de otoño al borde de las olas?
Esa hoguera se extingue cuando los nombres
de las cosas son las cosas y no el oleaje
de la continua especulación.


Mis ojos no conocen el fracaso de mi voz,
ni mis pies el cansancio; fiel a mi traición
avanzo entre las ruinas y allí observo
la imagen de un héroe bajo los matorrales,
las facciones de un rey -casi polvo en el viento.
Hay olvidos como islas flotando
en las aguas negras del canal
y no una, sino muchas vidas,
minutos, o siglos que arden
con el cuerpo y luego se extinguen
en ese espacio de inmóvil oscuridad;
la suprema realización de la muerte
tiene lugar en el olvido de sí misma.


¡Cómo pesa el tiempo de cara al atardecer!
El caminante lleva palabras, sólo palabras
que en el transcurso del camino
ya no le dicen nada;
el caminante es feliz cuando ve a su hijo
en manos de la partera,
o cuando vuelve a casa y entre el bullicio
de los niños, se sienta a la mesa
para compartir el pan de tierras lejanas.
El caminante sabe que la luz del sol,
o de las lámparas en la noche
no es suficiente para iluminar el camino;
que el tiempo es fuego, no cenizas,
que el futuro no estaba tan lejos,
como ellos lo creían,
y por tanto él –en medio de las ruinas-
busca y acepta lo que es,
aunque a sus obras las cubre el polvo
y en ese lapso el universo
no haya cambiado tanto -como nosotros.

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